El camino de regreso


¿Te acordás de ése día en que saliste a buscar los ojos de Leticia?

Al final no estaban en ningún lado
y vos te fuiste creyendo
que cada uno volvía a donde pertenecía;
vos a tu juventud, Leticia nacía y moría en sus ojos.
No tenías más de quince años
y un remolino de colores escondido en el bolsillo.

Leticia era cada ventana, cada puerta.
Creías que tu mirada
en algún punto del planeta se cruzaría con la mirada de Leticia  
y que la encontrarías silbando
o muerta sobre un campo de trigo, con los ojos abiertos
y el invierno abrazándole la piel desnuda.
Quizás algún día, irías al kiosco a comprar puchos
y ahí en frente, ¡paff!; Leticia, con los ojos puestos
dándote 25 centavos de vuelto.

Pensabas que podías encontrarla en un tren
viajando a ninguna parte y ambos 
mirarían por la misma ventanilla  
el reflejo del otro.

Leticia no tenía rostro, ni pelo ni dedos,
ni muelas ni clítoris, ni uñas.
Ni siquiera te importaba
que los ojos que buscabas fuesen dos
o sólo uno que iniciara el camino hacia el otro,
y ése otro te llevara a la boca
y la boca a la nariz y a las orejas y al tamaño de las manos
y al cuello y a los pies, hasta llegar por fin a Leticia;
a sus profundidades, a sus amaneceres
a los libros que lee, a lo que piensa de Borges,
a las cosas que la hacen llorar. Hasta llegar
por fin al fruto, al pez,
al vino que hace que Leticia se levante,
a su voz de caminata frente al mar
a lo que sus ojos esconden.
Hasta llegar a esa tierra lejana; a la lejana Leticia
que es como mil espejos y mil rosas sin espinas
y un sólo jazmín y un montón de copas de vino
y una sola muerte
en la naturalidad del después de los espejos.

¿Te acordás de ése día 
en que te paraste frente al espejo y viste que el tiempo te había vaciado los ojos?



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